miércoles, 1 de abril de 2009

UN BANQUETE DE TEXTOS
La función del lector/I
Cuando Lucía Peláez era muy niña, leyó una novela a escondidas. La leyó a pedacitos, noche tras noche, ocultándola bajo la almohada. Ella la había robado de la biblioteca de cedro donde el tío guardaba sus libros preferidos.
Mucho caminó Lucía, después, mientras pasaban los años. En busca de fantasmas caminó por los farallones sobre el río Antioquia y en busca de gente caminó por las calles de las ciudades violentas.
Mucho caminó Lucía, y a lo largo de su viaje iba siempre acompañada por los ecos de los ecos de aquellas lejanas voces que ella había escuchado, con sus ojos, en la infancia.
Lucía no ha vuelto a leer ese libro. Ya no lo reconocería. Tanto le ha
crecido adentro que ahora es otro, ahora es suyo.
(Eduardo Galeano. El libro de los abrazos.)



Arte poética
Que el verso sea como una llave
Que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
Cuanto miren los ojos creado sea,
Y el alma del oyente quede temblando.

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;
El adjetivo, cuando no da vida, mata.

Estamos en el ciclo de los nervios.
El músculo cuelga,
Como recuerdo, en los museos;
Mas no por eso tenemos menos fuerza:
El vigor verdadero
Reside en la cabeza.

Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!
Hacedla florecer en el poema ;

Sólo para nosotros
Viven todas las cosas bajo el Sol.
El Poeta es un pequeño Dios.
(Vicente Huidobro. El espejo de Agua, 1916)


Dulcinea del Toboso
Leyó tantas novelas que terminó perdiendo la razón. Se hacía llamar Dulcinea del Toboso (en realidad se llamaba Aldonza Lorenzo), se creía princesa (era hija de aldeanos), se imaginaba joven y hermosa (tenía cuarenta años y la cara picada de viruelas). Finalmente se inventó un enamorado al que le dio el nombre de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia remotos reinos en busca de aventuras y peligros, tanto como para hacer méritos y, a la vuelta, poder casarse con una dama de tanto copete como ella. Se pasaba todo el tiempo asomada a la ventana esperando el regreso del inexistente caballero. Alonso Quijano, un pobre diablo que la amaba, ideó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en su rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas que Dulcinea atribuía a su galán. Cuando, seguro del éxito de su estratagema, volvió al Toboso, Dulcinea había muerto.

La Bella Durmiente y el Príncipe
La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al Príncipe. Y cuando lo oye acercarse simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos.

Romeo frente al cadaver de Julieta
Cripta del mausoleo de los Capuletos, en Verona. Al levantarse el telón, la cripta, en penumbras, deja ver un túmulo, y, sobre éste, el cadáver de Julieta.
Entra ROMEO con una antorcha encendida. Se acerca al túmulo. Contempla en silencio los despojos de su amada. Luego se vuelve hacia los espectadores.
ROMEO.-¡Era, pues, verdad! ¡Julieta se ha suicidado! Veloces mensajeros, oculto el rostro chismoso tras la máscara de un falso dolor, corrieron a Mantua a darme la noticia. Pero, junto con la noticia, hacían tintinear en el aire la intimación de que volviese, la amenaza de que, en caso contrario, me traerían por la fuerza. Todos se despedían de mí con el mismo adiós: "Romeo, ahora sabrás cuál es tu deber". He comprendido. He vuelto. Aquí estoy. No he encontrado a nadie en el camino. Nadie me estorbó el paso para que llegase a este lúgubre sitio y me enfrentase a solas con el cadáver de Julieta. Excesivas casualidades, demasiada benevolencia del destino, sospechoso azar. Alcahuetería de la noche, ¿Cuál es tu precio? Los que te han sobornado ahora me espían, huéspedes de tu sombra. Aguardan que les entregues lo que les prometiste. ¿Y qué les prometiste, noche rufiana? ¡Mi suicidio! Así podrán dar por concluida esta historia que tanto los irrita y que, en el fondo, los compromete de una manera fastidiosa. Julieta ya ha escrito la mitad del epílogo. Ahora yo debo añadirle la otra mitad para que el telón descienda entre lágrimas y aplausos, y ellos puedan levantarse de sus asientos, saludarse unos a otros, reconciliarse los que estaban enemistados, tú, Montesco, con vos, Capuleto, y luego volverse a sus casas a comer, a dormir, a fornicar y a seguir viviendo. Y si no lo hago por las buenas, me obligarán a hacerlo por las malas. Me llamarán Romeo de pacotilla, amante castrado, vil cobarde. Me cerrarán todas las puertas. Seré tratado como el peor de los delincuentes. Terminarán por acusarme de ser el asesino de Julieta y alguien se creerá con derecho a vengar ese crimen. O escribo yo la conclusión o la escribirán ellos, pero siempre con la misma tinta: mi sangre. De lo contrario la muerte de Julieta los haría sentirse culpables. Suicidándonos, Julieta y yo intercambiamos responsabilidades y ellos quedan libres. (A Julieta.) ¿Te das cuenta, atolondrada? ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿Tenías necesidad de obligarme a tanto? ¿Era necesario recurrir a estas exageraciones? Nos amábamos, está bien, nos amábamos. Pero de ahí no había que pasar. Amarse tiene sentido mientras se vive. Después, ¿qué importa? Ahora me enredaste en este juego siniestro y yo, lo quiera o no, debo seguir jugándolo. Me has colocado entre la espada y la pared. Sin mi previo consentimiento, aclaro. Nací amante, no héroe. Soy un hombre normal, no un maniático suicida. Pero tú, con tu famosa muerte, te encaramaste de golpe a una altura sobrehumana hasta la que ahora debo empinarme para no ser menos que tú, para ser digo de tu amor, para no dejar de ser Romeo. ¡Funesta paradoja! Para no dejar de ser Romeo debo dejar de ser Romeo. (Al público.) Esto me pasa por enamorarme de adolescentes. Lo toman todo a la tremenda. Su amor es una constante extorsión. O el tálamo o la tumba. Nada de paños tibios, de concesiones, de moratorias, de acuerdos mutuos. Y así favorecen los egoístas designios de los mayores, que aprovechan esa rigidez para quebrarles la voluntad como leña seca. (Otro tono.) Ah, pero yo me niego. Me niego a repetir su error. Todo esto es una emboscada tendida con el único propósito de capturarme. Señores, miladis, rehúso poner mi pie en el cepo. Amo a Julieta. La amaré mientra viva. La lloraré hasta que se me acaben las lágrimas. Pero no esperéis más de mí. No me exijáis más. La vida justifica nuestros amores, en tanto que ningún amor es suficiente justificación para la muerte. Buenas noches.
(Arroja la antorcha en un rincón, donde se apaga; se emboza la capa y sale.
La escena queda sola unos instantes. Luego entran dos PAJES conduciendo el cadáver de ROMEO con una daga clavada en el pecho. Lo depositan a los pies del túmulo. Uno de los PAJES coloca una mano de ROMEO en la empuñadura de la daga. Se retiran.
Entra FRAY LORENZO. Cae de hinojos. Alza los brazos.)
FRAY LORENZO.- ¡Oh amantes perfectos!

(Marco Denevi. Falsificaciones, 1966)


En verdad, en verdad hablando,
la poesía es un trabajo difícil
que se pierde o se gana
al compás de los años otoñales.
(Cuando uno es joveny las flores
que caen no se recogen
uno escribe y escribe entre las noches,
y a veces se llenan cientos y cientos
de cuartillas inservibles.Uno puede alardear
y decir“yo escribo y no corrijo,
los poemas salen de mi mano
como la primavera que derrumbaron
los viejos cipreses de mi calle”)
Pero conforme pasa el tiempo
y los años se filtran entre las sienes,
la poesía se va haciendo
trabajo de alfarero,
arcilla que se cuece entre las manos,
arcilla que moldean fuegos rápidos.
Y la poesía esun relámpago maravilloso,
una lluvia de palabras silenciosas,
un bosque de latidos y esperanzas,
el canto de los pueblos oprimidos,
el nuevo canto de los pueblos liberados.
Y la poesía es entonces,
el amor, la muerte,la redención del hombre.
Madrid, 1961 – La Habana, 1962
Javier Heraud (Lima, Perú, 1942-1963), Poesía completa, Lima, Peisa, 1989

El enamorado
Lunas, marfiles, instrumentos, rosas,
lámparas y la línea de Durero,
las nueve cifras y el cambiante cero,
debo fingir que existen esas cosas.
Debo fingir que en el pasado fueron
Persépolis y Roma y que una arena
sutil midió la suerte de la almena
que los siglos de hierro deshicieron.
Debo fingir las armas y la pira
de la epopeya y los pesados mares
que roen de la tierra los pilares.
Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura
y mi ventura, inagotable y pura.

(Jorge Luis Borges, 1977)